Mi «yo» actual

5 09 2008

Siempre he sido muy observador, desde que era pequeño. Observaba cómo mi padre fumaba y veía su televisor en su despacho, o cómo mi hermana veía los videos de Take That cuando era adolescente, o cómo mi abuela preparaba el plato de cena de mi abuelo: jamón york, perfectamente colocado en forma de canutillo, y un quesito de El Caserío.

El hecho de observar me ha enseñado mucho sobre los demás, pero consiguió que me olvidara de mí mismo. Más que vivir, observaba la vida de los demás. Incluso en el colegio, en lugar de convivir con mis compañeros, observaba cómo lo hacían ellos, como si yo no estuviese.

Me costó mucho trabajo entender que no soy un observador, sino que formaba parte del lugar donde estuviera, sea cual fuere en cada momento. Al principio, encontré una vía de escape al conocimiento propio: sin darme cuenta, al menos al principio, monté un personaje que actuaba de una forma, reaccionaba de otra, y siempre que podía, evitaba actuar espontáneamente, para así controlar el yo real y que siempre surgiera el personaje.

Este hecho, al tiempo, sólo hizo empeorar las cosas, ya que llegó un momento en que la actuación era difícil, y mi personalidad escapaba descontroladamente del escondite. De repente, mi «yo sensible» (me gusta llamarlo más así que «yo real») chocaba con mi «yo personaje», lo cual mezclado con las hormonas de la adolescencia producía una bomba de relojería.

Pasó el tiempo, los amigos dejaron de serlo y personas que no lo eran, empezaron a serlo. Luego me fui a la Universidad, donde no valían medias tintas si querías hablar con alguien, y supongo que mi yo pudo fluir finalmente.

Es evidente que toda esta descripción propia es muy lejana a la realidad, pero siempre que contamos algo del pasado, la realidad se difumina. El conocimiento propio de un hecho, o de un periodo de tiempo real, sólo podría hacerse, de manera cercana a la objetividad, volviendo a vivirlo y contándolo mientras se observa. Esto es físicamente imposible, a no ser que la saga de «Regreso al futuro» no sea sólo una serie de películas de ficción. Así que ha de bastar mi propia narración para, al menos, acercarnos a la realidad de mi yo del pasado.

En la actualidad, mi yo es real (de repente, me gusta usar el término…), ya que basa su existencia en la absoluta visceralidad de los acontecimientos que vive. Es posible que haya veces en que las cosas que digo o hago no son las que quiero decir o hacer, pero siempre vivo en «mi propia sensibilidad», me falle o no. Es lo único que tengo: un cuerpo que se ve estimulado por el medio exterior, así que sería estúpido no hacerle caso… ¿no creéis?





Siento, luego vivo

1 09 2008

La sensibilidad es una de las cualidades que tenemos todos los organismos vivos y sin la cual, según la evolución, no podríamos haber sobrevivido. Gracias a ella, somos capaces de detectar cambios en el medio y, en consecuencia, llevar a cabo una reacción.

El sentido de familia que tenemos hoy en día las personas está absolutamente ligado a una cuestión de consanguinidad, pero ha sido muy alterado por nuestra cultura, que también forma parte de nuestra naturaleza, obviamente. Así, la importancia que le damos a un miembro de nuestra familia está más relacionada con la convivencia y el afecto que ese miembro haya compartido con uno mismo. Para mí, esa es la definición de familia: compartir, convivir y ayudar, allanar el camino, servir de sostén cuando nos vayamos a caer, señalar las actitudes que nos dañan…

Hace ya más de seis meses que un miembro de familia, fundamental en todo lo que concierne a mi vida, dejó de existir, de estar, de vivir. Mi querida abuela, una persona excepcional, un ser humano de elevado nivel. Mi abuela me enseñó dos lecciones que han sido cruciales en mi concepción de las cosas: el amor y la humildad. Mucha gente cree que amar es algo innato, y sí, tienen razón. Pero no todo el mundo es capaz de entender qué es el amor; qué es querer a una persona sea como sea, haga lo que haga, de manera absolutamente incondicional, a ciegas. Eso es algo muy difícil, ya que todos nos juzgamos fácilmente los unos a los otros. Pero mi abuela era así, y así me lo mostró.

Mi situación de nieto ha sido excepcional, ya que mi madre falleció cuando yo contaba tan solo con seis años. Entonces, mi abuela se agarró a la idea de que sus dos nietos, mi hermana y yo, teníamos que crecer en un entorno de cariño, de educación… en un hogar. Junto a mi padre, formaron un espacio en el que nos sentíamos seguros, en el que estábamos salvados de cualquier peligro que nos acechara.

Pero había un vacío. Yo tardé unos años en entender porque sentía que algo faltaba, que nada era completo por mucho empeño que pusieran. Es difícil digerir la idea de que la mayoría de tus compañeros de clase tienen a sus dos padres, y tú solo tienes a uno. Y más difícil aún es soportar la idea de que todo es debido al azar, porque mientras me comieron bien la cabeza con la idea de Dios y tal, inventé un cielo en el que mi madre nos quería y nos ayudaba. Pero, seamos serios, lo único que podemos decir que existe es lo que percibimos con nuestros sentidos; todo lo demás es ansias de poder de personas que no te conocen, pero que te quieren controlar.

Lo más difícil de asimilar cuando se va un ser querido tan importante es la idea de que no está, de que no puedes llamarle, de que ha dejado de respirar. No sé cuantas veces he hecho el amago de coger el teléfono y llamar a mi abuela. Pero es así de duro, así de frío, así de real: mi abuela no existe. Sólo queda lo que fue para mí, lo que me quiso, lo que luchó por mí; el mundo que me mostró; el mundo que me ayudó a entender.

Es increíble lo insignificantes que son todos los problemas que uno tiene, o cree que tiene, cuando le ocurre algo como esto. Es por ello que he pensado tanto últimamente en nuestro afán por adjetivarlo todo. No somos nadie sin adjetivos. Una situación determinada es un problema, pero por una circunstancia concreta, deja de serlo; sin más.

Por tanto, he aprendido una lección que espero no se me olvide: nada es lo que parece. Nuestra percepción es la definición misma de la visión subjetiva, y no podemos darle más importancia de la que tiene. Lo más valioso que tenemos, cada uno de nosotros, es nuestra sensibilidad; la capacidad de sentir. Aunque sea la tristeza más penosa, esa tristeza es un signo más de tu humanidad, de que estás vivo y de que cada instante de tu vida es la vida misma.

Así, no quiero desperdiciar ni un solo segundo de mi existencia, sea lo que sea y signifique lo que signifique eso. No sabemos aún que paso se dio desde la inercia a la vida, pero ese paso ha permitido que yo esté aquí, en este momento, escribiendo estas palabras…