Una de las facetas que más he detestado durante, supongo, toda mi vida consciente, es la hipocresía. Darse cuenta de lo que es, y lo más importante, de quién la practica, no es tarea fácil. De hecho, podría decirse que el 50% o más de lo que se aprende en la adolescencia es descubrir quién es de verdad quien dice ser, y quién te engaña; además de engañarse a sí mismo, claro.
Una vez que «calas» a determinados personajillos, ya uno cree que puede identificar a cualquiera que juegue un papel. Pero nada más lejos de la realidad; con la edad uno va descubriendo la enorme variedad de disfraces, de recursos expresivos y emotivos, que convierten a una persona determinada en, por ejemplo, «el amigo ideal», hasta que un día, seguramente por algún hecho más o menos catastrófico, descubres el absoluto vacío hecho persona.
De acuerdo que la vida puede verse como un juego de roles, que todos nos apoyamos en alguno, e incluso los modificamos y adaptamos según con quien estemos, o dónde. Pero hay unos límites que nunca podemos traspasar, ya que los roles pueden convertirse en personajes; es decir, en personas completas, con personalidad, expresividad y comportamiento propio, de cartón piedra. Hay que reconocer el sitio que ocupamos respecto al otro, pero también es necesaria una distancia prudencial con nuestros roles.
Hay otro aspecto de la personalidad humana que rompe, de una manera más o menos extrema, cualquier rol que podamos desempeñar: la confianza. Cuando das a alguien un grado de confianza considerable, ya no hay juego de máscaras: somos tú, yo y la relación entre ambos (de amistad, de pareja…). El problema viene cuando la persona a la que entregas esa confianza resulta ser un personaje superficial, inventado, inexistente. Entonces, se produce un desequilibrio tan injusto que conlleva el fin de la relación.
Sí, he dicho «injusto», porque no hay mayor prueba de la existencia de la justicia humana que esa. Una relación interpersonal sólo es posible entre dos personas de carne y hueso, con sus virtudes y, sobre todo, con sus defectos.
Es muy probable que la hipocresía sea, al menos en parte, un método para ocultar nuestros defectos, o lo que creemos que son nuestros defectos. Y yo me pregunto, ¿habrá algo más propio del ser humano que su imperfección? La normalidad, de existir, supondría el absoluto aburrimiento. No habría interés por la vida personal; sólo comeríamos, trabajaríamos un poco, y ya.
Yo abogo por mis defectos, porque combinados con mis virtudes, aquí y ahora, me hacen ser quien soy. ¿Y quien soy? Es más divertido que respondan los demás…
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